Bajar al moro

José Luis Meneses

Como sigan los políticos cacareando en el gallinero, habrá que volver a “bajar al moro” con más frecuencia de lo que se hacía en aquellos tiempos en los que un dictador sin complejos hacía la vista gorda cuando el sexo, sin bendición y desnaturalizado, se sosegaba con las pelis porno en Perpiñán y los sueños de democracia y libertad se apaciguaban con el “chocolate” de Marruecos. Prueba evidente de la calidad del “chocolate” y de otros dulces, es que mantuvo entretenido al personal durante casi cuarenta años. Aunque parezca trivial tiene su interés por que prohibir y hacer la vista gorda, sigue permitiendo al politicucho/a de turno utilizar dos conceptos contradictorios en la construcción de un mundo mejor, el suyo. Se dice, que todo ha cambiado y que ningún tiempo pasado fue mejor, pero no es así. Un número importante de estos especímenes y viceespecímenes se siguen aferrando al poder, siguen utilizando conceptos contradictorios sin sonrojos y siguen ofuscados en construir un mundo mejor, el suyo. Quizás el pasarse con el “chocolate” les ha hecho perder el sonrojo, tanto al que va “de azul” como al que va “de rojo” o algún virus contagioso les ayuda en el ejercicio de “donde dije digo, digo Diego”. Atrapado en estas insanas elucubraciones se me ocurrió que la mejor manera de salir de este colocón era ponerme a escribir y me pregunté, sobre qué y me respondí…, pues sobre el moro. Dejando el “chocolate” aparcado para otra disquisición, lo moro, es todo aquello que vive y reina en el norte de África. Así llamaron los romanos a los bereberes, a los colonos y a todo lo que se decía y hacía por esas latitudes, con excepción del reflejo de moro, un sobresalto del recién nacido al llegar a este mundo y no poder volver. Por desgracia no será el último.


5. Desierto del Sahara, Tu00fanez (1989). Foto J.L.Meneses (1)

Desierto del Sáhara, en Túnez // Fotografía: José Luis Meneses


No olvidaré la primera vez que crucé el Estrecho, hace más de cincuenta años, con mi hermana Carmen y una amiga suya, Isabel, de Barcelona, no la que dejó a los nazaríes sin el reino de Granada. Éramos jóvenes, estudiantes y sin dinero, pero poner los pies en la Ceuta de aquellos tiempos fue muy emocionante. Abrazados por las aguas del Mediterráneo y los aromas de Marruecos paseamos por el puerto, un enclave en el norte de África fundado por los fenicios en el siglo VII a. C. y codiciado por todos los pueblos mediterráneos a lo largo de la historia. Recuerdo los tenderetes de especies, el tierno pan batbout, el olor a pescado, a mar, a carne tendida y el baile de moscas merodeando por todos lados, a hombres con holgadas chilabas y a mujeres que cubrían con el hijab sus cabellos. Me recuerda mi hermana que una buena samaritana, probablemente descendiente de nuestros parientes Efraín y Manasés, nos dio alimento y cobijo. También me recuerda que no nos quedaba en el bolsillo más que el billete de vuelta para dormir en la cubierta del “Ciudad de Cádiz” y que la mano que nos dejó sin blanca, la que despilfarra y peca, lo hizo por comprar una lámpara china que hoy sigue dando luz en un pequeño pueblo del Pallars. Y mira por donde, estando adormilados en cubierta, una sombra nos despierta y resulta que era la del capitán. Llama a Carmen por su nombre «¿Carmen?» y mi hermana se despierta y suelta a bocajarro «¡el padre de Rosa!» y tal como fue la cosa, acabamos comiendo y durmiendo donde ordenó el capitán.


Los años pasan, pero las visitas al norte de África se han ido repitiendo y extendiendo durante todos estos años. Tánger, Chefchaouen, Casablanca, Essaouira, Agadir, Tarudant, Ouarzazate, Marrakech en Marruecos y otras tantas de Túnez y Egipto y con ellas, mares, montañas y desiertos, colores y afectos, que dejan en la memoria recuerdos imborrables que alimentan las ganas de volver. La última estancia en tierras del moro fue en Marrakech, los meses de octubre y noviembre de 2017 y quizás sean estas fechas, además de las elucubraciones mencionadas, las que han motivan esta nueva crónica viajera, personal y casera, que procura diferenciarse de lo que se encuentra en los excelentes libros, folletos turísticos o en internet.


1. Tarudant, Marruecos (2010) Foto J.L.Meneses (1)

Tarudant, Marruecos / Fotografía: José Luis Meneses


Marrakech, “Tierra de Dios”, es como bautizaron los bereberes a este enclave a los pies del Atlas equidistante entre la costera Essaouira a orillas del Atlántico, y Ouarzazate, la puerta del desierto del Sahara. Sucedió unos mil años después de Cristo o unos seiscientos si nos atenemos al calendario islámico, que establece su inicio en el momento que el profeta Mahoma salió de la Meca perseguido por sus adversarios. El mítico pueblo Bereber, es el resultado de una fusión de diferentes etnias que transitaron por el norte de África desde las aguas del Nilo de Egipto, hasta las del Atlántico de Marruecos. Una facción de este pueblo, los almorávides, mitad monjes mitad políticos (combinación explosiva capaz de “armar la de Dios es Cristo”), fue la que fundó y puso nombre a la ciudad. Además de asentarse en Marruecos, lo hicieron también en Mauritania, Argelia y hasta en los mismísimos Pirineos de nuestra consagrada península ibérica, más codiciada por otros que por nosotros.


4. Ouarzazate, Marruecos (2017) Foto J.L.Meneses (1)

Ouarzazate, Marruecos / Fotografía: José Luis Meneses


Me hubiera gustado viajar a Marrakech desde el Nilo, donde fuimos un mes antes con Marga, mi mujer. Hubiéramos atravesado Egipto, Libia, Túnez y Argelia, en camello como los tuaregs, para volver a encontrarnos en el desierto del Sahara en Túnez, con un sol de todo el día y unas estrellas de esas que te miran sin descanso del ocaso al amanecer. ¡Qué días aquellos!, disfrutando de un paisaje del color de la miel, de una lluvia de arena de esas que calan literalmente hasta los huesos y contemplando la luna paseando por las dunas acurrucados bajo una manta. Pero eso ya paso y, en esta ocasión, regresamos a Sort, a los Pirineos, ella con ganas de quedarse y yo, con ganas de partir.


Fue a causa de esa fiebre, la de las ganas, que pasados unos días no tuve más remedio que coger un vuelo en Barcelona que me llevó hasta Marrakech (diecinueve euros, más barato y rápido que el autobús de la Alsina Graells). Sabía dónde quería ir, pero no sabía cuánto tiempo iba a quedarme, pues estaba interesado en trabajar en un nuevo libro, “El laberinto de las especies”, que yacía en la UCI desde hacía algunos meses. En pocos días empezó a cambiarle la cara y supe que sobreviviría cuando empecé escribir todas las mañanas en la biblioteca del Instituto Cervantes y por las noches en el Riad Morgana, un lugar paradisíaco en el corazón de la medina capaz de inspirar unas nuevas “mil y una noches”. Bonito número, “mil”, una infinidad conceptual entre los grupos matemáticos árabes. Está claro que no iba a disponer de mil noches, pero lo del concepto de infinidad me procuró una sensación de disponer de todo el tiempo que fuese necesario.


3. Chechaouen, Marruecos (2012) Foto J.L.Meneses (1)

Chechaouen, Marruecos // Fotografía: José Luis Meneses


Después de un plácido sueño y de un suculento desayuno preparado con esmero por Ibtissam, “sonrisa”, cogía mi portátil en dirección a la biblioteca del instituto, situado en la ciudad moderna, a unos tres kilómetros del riad. No tenía prisa y como abría a las diez, tenía un itinerario particular que me permitía disfrutar de la ciudad durante un par de horas todas las mañanas. Caminaba con los cinco sentidos por las callejuelas de la medina hasta los jardines Arsat Moulay Abdeslam, un parque cibernético de ocho hectáreas en el que la tradición y la modernidad se alían para dar placer al visitante. El verde, las sombras y las fuentes de agua conformaban un paisaje idóneo para atraer la inspiración. Larbi, administrativo del instituto, me acogió con afecto a mí y a los libros que le regale para la biblioteca y me permitió, durante esos dos meses, permanecer trabajando más allá del horario oficial.


Por las tardes recorría de punta a punta la ciudad, sus avenidas y callejuelas, sus palacios y jardines, su muralla de ladrillo rojizo con sus diez puertas, su zoco… Nada descubro al que estuvo en Marrakech y estoy convencido de que coincidiríamos en destacar la mezquita, Kutubía, la más grande y visible desde toda la ciudad, con su minarete de casi setenta metros, coronado por una aguja de cuatro orbes y un par de franjas de cerámica que adornan cabeza y cuello, y que contrastan con su rojiza torre. En mi opinión, visitarla sobre las siete de la tarde, cuando el muecín llama a rezar el Isha y el sol se esconde tras ella, procura una experiencia tan agradable que difícilmente se olvida.


7. Kutubu00eda, Marrakesch (2017)  Foto J.L.Meneses

Kutubía, Marraskesh // Fotogtafía: José Luis Meneses


La luz de tarde, en esos meses de principios de invierno, hace más bella la ciudad cuando los colores recuperan su alegría y su fuerza. En los jardines Majorell, se reúnen todos los verdes y el contraste con el intenso azul añil de los elementos arquitectónicos y de adorno, procuran una sensación extraordinaria de paz y armonía que hemos de agradecer a Jacques Majorell, su creador. Si fuese guía de viajes recomendaría no perderse, entre otras muchas cosas, la espectacular Medersa Ben Youssef, la escuela más grande de Marruecos, con sus preciosos arcos y muros de cerámica, las tumbas Saadíes, el Palacio de la Bahía, los restos del Palacio de Badii, o los jardines de Menara donde el amor corrió entre miles de olivos.


Disponer de tiempo en Marrakech es importante para poder disfrutar del patrimonio cultural de esta ciudad y hablando de disfrutar, no te quepa la menor duda de que a cualquier hora del día lo harás en la Plaza Djeema El Fna, declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Es una plaza viva que se transforma según van pasando las horas. Se despierta temprano para recibir a encantadores de serpientes, a pescadores de turistas con sus monos en los hombros, a puestos de naranjas y mandarinas, de especies, de dátiles, a los músicos… A media tarde, con la puesta de sol, unos puestos desparecen y aparecen otros, los que amenizaran la noche ofreciendo los tajines, el cuscús, los pinchos morunos o los deliciosos dulces chabakiya, los que llenan el cielo de humo en el que se envuelven contadores de cuentos, músicos haciendo sonar los darbuka, el gmbri o las carcabas, mientras las bailarinas improvisan la shikat, la danza del vientre, y otras, con pelo en pecho y velo escondiendo la barba, imitando torpemente las provocativas ondulaciones pélvicas mientras chasquean sus dedos hombrunos.


9. Plza. Jamaa El Fna, Marrakech (2017) Foto J.L.Meneses

Plaza de Yamaa el Fna, en Marrakesh / Fotografía: José Luis Meneses


Allí acababa todos los días desde que puse los pies en esta entrañable, amistosa y variopinta ciudad. En ella cenaba y permanecía hasta que, entrada la noche, regresaba al riad por las estrechas y solitarias calles de la medina. En una haima instalada en la terraza me despedía del día enviando algunas fotos a mi familia y repasando algún párrafo de “El laberinto de las especies”, antes de perderme en el laberinto de los sueños.


Queridos lectores, espero que esta nueva crónica, las fotos y el video sean de vuestro agrado.



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