Isla de Kalimantan, Indonesia

Diamantes de Cempaka

José Luis Meneses

Pasé la noche sentado, con los ojos abiertos y el ánimo encendido, frente a un cajero automático del aeropuerto internacional de Yakarta. Se había tragado, de un solo bocado, mi tarjeta bancaria y con ella, mi plan de coger un vuelo que salía hacia Denpasar, en la turística isla de Bali. Pretendía recuperar el aliento después de un “sin parar” por el inacabable archipiélago indonesio. Me veía tumbado sobre la arena blanca de la paradisiaca playa de Kuta mirando el cielo vestido de azules, sumergiéndome en las aguas turquesas del índico y bajo las de una ducha decente que, desde hacía días y me avergüenza decirlo, me reclamaba el cuerpo.


“Buena suerte, mala suerte, quién sabe”, respondía a este dilema un granjero chino. Como sé, porque tengo una edad, que las súplicas y patadas al metálico empleado bancario no iban a servir más que para empeorar las cosas decidí, muy a mi pesar, adoptar una actitud vigilante y entretenerme dándole vueltas a cuál podría ser mi destino alternativo. Los ánimos, la fuerza y en general la vida, no la recuperas tendido en un charco de lágrimas o aspirando talco, sino de pie y como escribió Machado, “andando”. Sin camino no hay vida y aunque a veces no sea tan placentero como el que vimos en el artículo anterior, al final, sembrando andares acabas recogiendo flores en primavera.


El problema con el Tragatarjetas se resolvió a las ocho de la mañana por los técnicos del servicio. El del destino, dos horas después, cuando “pájaro en mano” me vi sentado en un vuelo económico de Lion Air que se dirigía a la isla de Borneo, o Kalimantan, como me gusta llamarla por no estar tan manoseado su nombre. Caminar por el cielo siempre me ha gustado. Me deleita acariciar los perfiles azucarados de las impolutas nubes, separarlas y ver un mundo distinto, en paz y en armonía, de igualdad en la diversidad, donde se promueven los valores humanos y se respetan por encima de todas las otras cosas, en el que… Un “abróchense los cinturones” en un indonesio cerrado que no entiendo, tampoco el abierto, interrumpe mi ensimismamiento y me pone de patitas en Banjarmasin, la capital del sur de la isla de Kalimantan. Los atractivos de esta localidad y los de su rio Barito son tantos, que dejaré los comentarios para otro artículo y me ceñiré al que hoy nos ataña.


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En Banjarmasin es fácil encontrar un conductor de monovolumen que, por unas 175.000 rupias, te lleve a Martapura, “la ciudad de los diamantes”. Tal fajo de billetes hace que se te caigan las lágrimas al soltarlo, a pesar de que sabes que tan solo son 10 euros. Las minas y el pueblo de Cempaka están a unos veinte kilómetros de Martapura y si lo que quieres es campar por tus fueros, sin prisas ni agobios y husmeando cada centímetro de terreno, lo mejor es alquilar una motocicleta. Conduce sin preocuparte y deja que el viento juegue con tus cabellos porque el neumático, como hizo Hansel y Gretel con las "migas de pan", dejará esparcidas en el camino de tierra las huellas que te facilitaran el regreso.


Ya estoy allí, en Cempaka, a pie de mina, “un lugar cuyo nombre siempre voy a recordar” escribiría Cervantes si me hubiera acompañado, abrazado a mi cintura, en el asiento trasero de la motocicleta. Me emociono. Mis párpados se abren tanto que casi pierdo los globos oculares contemplando todos los “sienas” incrustados en el rostro de Agung, un joven de no más de dieciocho años que sale a mi encuentro. Se acerca con una incipiente sonrisa que nace en la comisura de sus labios y yo, me quedo pasmado al ver el primer diamante, lucía resplandeciente en los palacios de su mirada y era más grande que el histórico Trisakti que, según cuentan, alcanzaba el tamaño de un huevo, de ave.


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Treinta metros por debajo de nosotros unos jóvenes y otros que no lo eran tanto chapoteaban como críos en piscinas de barro. Iman y Raja, removían con pies y manos las aguas y la bombeaban hasta un cedazo cuya función era la de retener las partículas en las que esperaban encontrar el tesoro codiciado; la mitad del cuerpo de Kuwat quedaba oculto en el fango, parecía una escultura de arcilla bajo el sol de la Toscana. Con su mano derecha bateaba

el líquido y el sarro vertido en un recipiente cónico de caucho. En el cuenco de su otra mano, buscaba el centelleo de la suerte con los ojos afilados; Guntur, vestido con traje de pañobarro y cansancio, se perdía en ensoñaciones entre el humo de un cigarro; Eko, con no más de quince años, me saluda con su sonrisa y se despide con la palma de su mano abierta y los dedos arrugados. No me siento cómodo con mi indumentaria de viajero occidental privilegiado, con mis ojos avizores, con mi máquina de fotos y mis saludos entrecortados. Es el momento de irme y el de ellos, el de seguir en el barro. Antes de partir, en un chamizo destartalado, veo a un joven sentado bajo palio como el generalísimo y los papas del Vaticano. Me mira de soslayo mientras arrebaña con los dedos el arroz teñido de ocres que trajo de casa en un plato de papel arrugado. Arranco la moto y parto, con el alma encogida por llevarme tanto por nada.


A ambos lados de una estrecha carretera tapizada con las pisadas de los mineros, encuentro sus casas de madera envejecida con tejados de uralita, la que nosotros nos quitamos de encima por ser cancerígena. Los niños, unos en chanclas y otros descalzos, salen a saludarme ataviados con su generosa sonrisa, sus angelicales gestos y sus largos abrazos. Otros, sentados en los porches junto a sus madres, se lavan en palanganas de plástico mientras las gallinas corretean plumeando sus pensamientos por todos lados. He repasado, una y otra vez, todas las fotos que tomé y os puedo asegurar, que en todas y cada una de ellas encuentro lecciones magistrales de cordialidad y afecto. Mortecinas y recelosas caras largas caminan en procesión por las calles de muchas de nuestras ciudades y pueblos.


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Acabo este artículo y me despido de vosotros sin hablaros de Martapura, de sus tiendas de diamantes, de sus comerciantes y sus traficantes con cara de “rupia”. Hoy, no quiero que la codicia y la ostentación eclipsen, ni siquiera por un instante, la amable sonrisa de los embarrados mineros de Cempaka. ¡Qué lección de humanidad más grande!


Querido lector y amigo, en el segundo párrafo de este artículo mencionaba la buena y la mala suerte. Ahora, al acabarlo, os puedo asegurar que mi suerte, cuando el cajero del aeropuerto se tragó mi tarjeta, fue “la buena”. Aquellos que dispongan de tiempo y quieran visualizar lo escrito, pueden hacerlo en la página de mi libro de humanidades o en el video y fotos que os adjunto.





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