Kharanaq, la ciudad fantasma

José Luis Meneses

Llegué a Kharanaq (Irán) en primavera, cuando el agua inunda los campos y llena los pozos a través de un precioso acueducto de cuatro arcos que atraviesa el cauce del río de una ciudad en la que ya no se bebe ni se realizan abluciones antes de rezar. Llegué a la ciudad fantasma desde Yazd, con un joven iraní que conocí en la fiesta del Nowruz, la del año nuevo iraní, que se celebra en el mes de marzo y que dura dos semanas. Recorrimos casi un centenar de kilómetros entre los desiertos de Kavir y de Lut sin prisas, escuchando su canción preferida “Dernière dance” de Indila, deteniéndonos a cada momento para disfrutar del fantasmagórico paisaje situado en el centro de Irán y concediéndonos el tiempo necesario para no pasar por alto ni un detalle de lo que estábamos viendo. En Yazd, es fácil encontrar alguien que te lleve en su coche particular y lo hará encantado por unos 800.000 riales. Al oír la cantidad te pones a regatear como si te fuese la vida en ello, pero cuando el nivel de cortisol desciende y el parasimpático cumple con su cometido, te das cuenta de que tan abultada cantidad no llega a quince euros y de que, además, va incluido el que seas tú quién marque los tiempos y elijas qué ver y dónde detenerte.


1 desierto Kavir

Desierto de Kavir, Irán. Fotografía: J.L. Meneses


Algunos pensarán qué importancia tiene ese lugar que, como suele decirse coloquialmente, se encuentra en el quinto coño. «¡Si solo hay piedras y arena!», diría aquel que apachurra sus vacaciones como si no fuesen a llenar de luz su efímera presencia en los reinos de este mundo. Pero si uno se centra en el lugar y rasca un poco se encuentra, tras esa fina capa que es el tiempo y que oculta todo lo habido y por haber, un gran imperío, el Medo, que se extendió por el continente asiático y que se fusionó con el Persa llegando a dominar y llenar de cultura medio mundo. «¡Joer!, hubieras empezado por ahí» diría el apachurrador de tiempos de asueto al entrar en el meollo del asunto y poner los pies sobre la tierra en la que han quedado nombres tatuados como: Persépolis, Zoroastro, Ciro el Grande, aqueménidas, guerras Médicas… y, cómo no, Kharanaq, la ciudad de adobe, barro y paja, hoy desierta, pero por la que corrió la vida por sus calles hace más de 4.000 años y siguió corriendo hasta los años sesenta. Ni las guerras ni los terremotos han podido acabar con una ciudad cuyo nombre significa “lugar donde nace el sol”. Y hablando sol, el mejor el de primavera y otoño, porque en verano puede castigarte con más de cuarenta grados y en invierno, no consigue calentar el cuerpo.


2 Kharanaq, Yazd Iru00e1n

Kharanaq. Yazd, Irán. Fotografía: J.L. Meneses


Normalmente cuando uno va, llega, y cuando está allí, en la abandonada Kharanaq, se dice con los ojos humedecidos «ya estoy aquí», lo cual es evidente, porque si vas acabas estando. Otra cosa es estar sin ir, que también es posible y espero, que este artículo ayude en ese viaje virtual que yo mismo realizo, una y otra vez, desde mi regreso.


Kharanaq se encuentra en el desierto de Kavir, rodeada de montañas ferruginosas que conforman un paisaje que bien podría ser del planeta Marte o de cualquier otro de la galaxia. La casas, acicaladas con el color terracota, aparecen agrupadas en la ladera de una montaña, a 1.775 metros de altitud y, a sus pies, se encuentra el cauce del río habitualmente seco todo el año y un fértil valle que verdea con las lluvias de primavera. A la entrada del pueblo te recibe un caravasar restaurado en el que puedes deleitarte recorriendo su patio central con su estanque octogonal y subirte a sus abovedados tejados coronados por ojos de buey que llevan la luz a las diferentes estancias. Es entonces, el momento de cerrar los ojos para ver albergados a viajeros de otros tiempos que, con sus animales cargados hasta las encías, recorrían la Ruta de la Seda intercambiando bienes y cultura de oriente a occidente. Menos mal que el alemán que acuñó el nombre no le puso el suyo, Richthofen, “Seidenstrasse o Ruta de la Seda”, esquiva mejor las amígdalas y es bien recibido en el hipocampo.


3 Caravasar

Caravasar de Kharanaq. Fotografía J.L. Meneses


Interesado en degustar el extenso y variado menú que nos ofrece la vida, el siguiente paso nos adentra en la fantasmagórica ciudad de barro que, a pesar de los años transcurridos y los frecuentes terremotos que sacuden esta tierra (tres el año pasado y uno de ellos el mes de noviembre), sigue en pie su esqueleto presumiendo de haber dado cobijo a músculo y alma durante siglos. No puede decirse lo mismo de su ciudad hermana, Bam, algo más al sur y destruida en 2003 por un seísmo, aunque hoy, renacida de sus cenizas, se alza majestuosa para deleitar al viajero. Kharanaq, en aquellos tiempos en los que apropiarse de lo ajeno se hacía a cara descubierta, estaba protegida por una muralla y sus laberínticas calles estaban diseñadas para desorientar al ladrón y al enemigo. Tampoco las casas se construían en base a un mismo patrón, ni por fuera ni por dentro y, si merodeas por sus entrañas, es conveniente ir dejando migas para poder regresar y volver a ver el cielo.


4 Kharaq

Kharanaq. Fotografía: J.L. Meneses


Caminar por sus calles estrechas y solitarias es una experiencia difícil de olvidar. Las puertas abiertas te invitan a entrar y las cerradas, a abrirlas para recorrer las diferentes estancias no siempre de fácil acceso. Siempre encuentras la habitación comunitaria, el lugar de estar y donde cocinaban el dizi, un plato tradicional en el que el cordero, chucrut y garbanzos o alubias eran y siguen siendo en Irán los componentes esenciales de un cocido que sabe a gloria. El olor a zumaque, a hierbabuena, a cilantro, a menta… quedó impregnado en las paredes de barro y a poco que acerques la nariz, notas el olor de esas especias, porque el barro no es como nuestro baldosín que repele hasta el aliento. Quizás sea por eso, que en nuestras casas el olor desaparece después de cocinar y si no desaparece, extractor, aromatizante, colonia… y me digo, ¡qué empeño en que no olamos! y me pregunto: ¿por qué otros sentidos se potencian hasta la saciedad y este se manipula desde sus raíces?, ¿qué olores queremos ocultar y por qué?, ¿nos delatan esos olores?... Algún día podemos hablar de ello, pero no en esta sección de turismo y viajes, aunque quizás sean esas actividades humanas el resultado de la sublimación de otras tendencias menos adaptativas que se pondrían de manifiesto si el oler gozase de libertad.


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La laberíntica Kharanaq. Fotografía: J.L. Meneses


 Para el aseo y el bienestar los “kharanaquies”, durante la dinastía de los Kayar, construyeron una casa de baños. El agua, llegaba desde el acueducto a los pozos locales y a través del alcantarillado a los tertulianos que frecuentaban el hammam. Las horas pasaban serenadas llevándose la mugre y los chismorreos con naturalidad montañas abajo. En la actualidad no están para darse un baño, ni “frigidarum” ni “caldarium”, pero si puede uno tomarse un “slow tiene”, sentarse donde acomodaron sus posaderas, relajarse y dejar que la imaginación te acerque al transcurrir de la vida en aquel entonces. Desde luego, dista mucho de parecerse al “Cuatro estaciones” de la ciudad iraní de Arak, el mayor baño público del país hoy convertido en museo, pero cuando visitas el de Kharanaq ves que también cumplía ampliamente con sus funciones básicas: la higiene, las relaciones sociales, la relajación y el ritual de las abluciones, “tahara”, purificadoras de cuerpo y alma. En nuestra cultura, me refiero a la cristiana, resolvemos el tándem agua-purificación en un solo día con un pack que vale de por vida y que incluye el agua bendita, un nombre de pila y un ágape para practicar las relaciones sociales, aunque solo sea ese día. En cuanto a la mugre, corporal o lingual, nos vamos deshaciendo como ellos a lo largo de toda la vida.


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Casa de baños. Fotografía: J.L. Meneses


Entre los muchos atractivos de la ciudad, evidentes o velados entre la paja y el barro, está el conservado minarte, tieso sobre la mezquita como si su vida fuese un perpetuo madrugar. Está construido de tal manera, que ni los terremotos consiguen que pierda su compostura. Puede verse desde toda la ciudad y hasta subirse a la aureola mediante una estrechísima escalera que caracolea por su interior, eso sí, siempre que te despojes de mochila y barriga. De la barriga no me pude deshacer, pero cuentan los afinados, que las vistas son espectaculares y que las estrechas paredes, al subir y al bajar, te acarician pecho y espalda con tal dulzura que la experiencia resulta inolvidable. Quizás, haya tras ello un disimulado erotismo que invita a entrar en acción, pero de lo que sí estoy en condiciones de afirmar, es que la satisfacción de las naturales apetencias ya sea en solitario o en pareja, no pueden consumarse en la torre, aunque cosas más raras he oído… ¡vaya usted a saber!


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Minarete. Fotografía: J.L. Meneses


Las diferencias culturales entre unas y otras regiones del mundo son, en muchos casos, abismales. Unas u otras no son mejores ni peores, sino diferentes y el respeto a las mismas, por extrañas que nos parezcan, ha de estar presente en cualquier tipo de viaje. Partiendo de esa base, siempre se está en mejor disposición de ver y sacar partido de todo aquello que este mundo multicultural nos ofrece y aprovechar ese conocimiento para aprendernos, comprender al otro y mejorar la interculturalidad, que no es otra cosa que la interacción entre culturas. Y acabo este nuevo artículo que me ha acompañado estos últimos días con un anécdota que explicó el profesor Alba, experto en turismo y relaciones internacionales, en una conferencia en la escuela universitaria en la que trabajé con tesón y lozanía hasta jubilarme. Dice así:


Un embajador inglés del siglo XX quiso asistir a un funeral chino. Un anciano le acompañó a un cementerio donde los familiares traían arroz, pollo y frutas para obsequiar a sus seres queridos. El embajador le preguntó:

―¿A qué hora se levantan sus muertos para comerse los regalos?

―A la misma que los suyos para oler las flores ―respondió el anciano





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