Mauthausen, una de las 10.000 “fábricas de la muerte”

José Luis Meneses

“El Pavo”, así es como llamaban al comandante de las SS Franz Ziereis, máximo responsable de esta “fábrica de la muerte”, los prisioneros españoles del campo de concentración de Mauthausen. Coloquialmente, el término “pavo” se usa para calificar a una persona de sosa, insustancial, fría, mala sombra…, también se utiliza para referirse a la persona que entra en un espectáculo público sin pagar. En el caso del pollo Ziereis, creo que los prisioneros estarían pensando cuando le pusieron el mote en las dos acepciones, la de corazón frío al ser capaz de llevarse a más de 100.000 personas por delante, y la de asistir a la vergonzosa fiesta de exterminación de seres humanos por la jeta. Era tan adicto al espectáculo que no me extraña que muriese disfrazado de tirolés cuando intentaba escapar al finalizar la guerra. De nuevo, intentó irse de rositas, pero le salió el tiro por la culata. Al final, pagó por todo el mal que había hecho, eso sí, “el Pavo”, haciendo honor a su apodo, se libró del juicio de Núremberg por los crímenes cometidos por los adoctrinados y lameculos del iluminado Adolf Hitler.


Y uno se pregunta, quién era ese “Pavo” bien nacido y malcriado capaz de cometer tantísimos asesinatos. Si nos acercamos a su biografía llegaríamos a la conclusión de que era un “don nadie” y que aprovechó las oportunidades de “crecimiento personal” que ofrecían las SS, organización político-militar, para ir ascendiendo a base de dar guantazos de simple afiliado a coronel. Claro que, “don nadie” es menos que “iluminado”, término reservado para aquellos caudillos (führer), como Adolf Hitler, capaces de calentar el ambiente más que el sol del mediodía en el Valle de la Muerte (California, EEUU), donde llegan a alcanzarse los 57 grados centígrados. Desde luego, en las cuestiones nacionalistas son más peligrosos los “iluminados” que los “don nadie”, o el “pastor” que el “rebaño”.


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Entrada a la localidad de Mauthausen, Austria. Fotografía: J.L. Meneses


Mauthausen es una pequeña localidad turística al norte de Austria y cerca de la ciudad de Linz. Si nuestro objetivo fuese visitar la localidad y disfrutar de sus atractivos, este artículo se enmarcaría dentro de lo que denominamos turismo rural. Pero, como la mayoría de los visitantes se desplazan a esta localidad para visitar el campo de concentración que lleva el mismo nombre, entonces, hemos de ubicar este tipo de viajes en el ámbito del turismo cultural. La cultura, el conocimiento en general debería servir para mejorar como seres humanos, pero no siempre es así, al igual que no hace mejores a los estudiantes por el solo hecho de asistir al colegio. Estamos obligados, además de asistir, a atender en esa “clase” en la que se nos explica los crímenes más horribles cometidos por los hombres con el objetivo de que aprendamos de los errores y de los horrores, pero no debemos sentirnos culpables de esa deshumanidad que tapona los poros de la piel impidiendo la lubricación de nuestros sentimientos. La visita a Mauthausen es una oportunidad para aprender a comportarnos en base a nuestra inteligencia individual y no dejarnos embaucar por esa pandilla de “iluminados” que campan por sus fueros y, embobados, les seguimos como corderos. El campo de concentración de Mauthausen es un ejemplo de lo que son capaces de hacer caciques y salvapatrias de aquellos y de estos tiempos.


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Campo de concentración de Mauthausen, Austria. Fotografía: J.L. Meneses


A Mauthausen se puede llegar de diferentes maneras, en mi caso, viajaba en mi furgo-casa y, tras salir de Viena hacia Linz y a unos ciento cincuenta kilómetros después de atravesar ese Danubio azul, el que los nazis tiñeron de rojo, me desvié de la carretera en dirección a ese pequeño pueblo de casi cinco mil habitantes más conocido por el campo de concentración, que por su belleza y la de su entorno, la misma, que sirvió de inspiración a Johann Strauss para componer el vivo y alegre vals “El bello Danubio azul”.


Cuando uno se pregunta sobre el por qué construyeron los nazis un campo de concentración en esta zona, pienso que la situación en una antigua ruta comercial a orillas del Río Danubio podía ser una de ellas; que además, el puente sobre el caudaloso río facilitaba el acceso a otras regiones de Austria anexionadas por los nazis; también, que estaba bien comunicada por carretera y tren y, otra razón importante, era la existencia de una cantera de granito que podía cumplir una doble función: proveerles de piedra para construir el campo y también utilizarla para otros menesteres que les procurase ingresos sustanciales. Sobre lo que hay más de 200.000 evidencias es de que sirvió para hacer trabajar a los presos hasta la extenuación en el marco de esa “solución final” a la que aspiraba Hitler: matar a los judíos y a todo aquel que no cumpliese con sus estándares de pureza de la raza aria. En fin, cosas propias de “iluminados” sobreexcitados por sobredosis paranoica. Aprovecho para recomendar el libro “Concierto para instrumentos desafinados” del psiquiatra español Antonio Vallejo-Nájera en el que, entre otras personalidades, escribe sobre la de Adolf Hitler.


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Distintivo de los prisioneros españoles. Fotografía: J.L. Meneses


Fue en el año 1939, final de la guerra civil española y comienzo de la segunda guerra mundial, cuando empezó a construirse el campo de Mauthausen. Granito y hombre conformaron esa unidad indisoluble en la “fábrica de la muerte” que desde 1939 a 1945 se llevó por delante a muchos de los prisioneros. Cada piedra de las paredes de este campo y de las numerosas calzadas, casas, puentes… que se construyeron en aquellos años, tiene grabado el nombre del prisionero que bajó y subió con piedras a su espalda de hasta 40 kilos los 186 escalones de la cantera de Wienergraben. No es de extrañar que las llamarán “las escaleras de la muerte”. Se le parte el alma a uno viendo las imágenes del prisionero y fotógrafo español Francisco Boix, que dan testimonio y pudo esconder hasta la liberación del campo. Su trabajo fue una prueba fulminante en los juicios de Núremberg contra los nazis.


Más de 200.000 prisioneros: españoles, rusos, franceses, italianos… judíos, cristianos o paganos, incluso niños y mujeres fueron llevados a Mauthausen siempre que tuviesen dos manos para transportar piedras de todos los tamaños. Más de la mitad murieron en las “escaleras de la muerte” o entre los muros y las electrificadas alambradas y, ni siquiera uno solo de ellos fue sepultado bajo una lápida de granito tatuada con su nombre. “Arbeit Macht Frei”. “El trabajo os hará libres” reza en el rótulo de entrada de otro campo de concentración, el de Auschwitz en Polonia.


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Muros y alambradas. Fotografía: J.L. Meneses


Tras las inacabables y demoledoras jornadas de trabajo siempre hay un regreso a casa. La de los prisioneros, era un barracón de madera donde se hacinaban más de los que cabían, donde la esperanza no ocupaba sitio ni la ilusión centelleaba en unos ojos a punto de salirse de sus órbitas. Era la hora del frío, de comer un plato de casi nada y tras un ausente café, entretener a los guardianes nazis amamantados con leche agria: bandas de música, coros de canto, esperpénticos desfiles amenizados con porrazos o juegos absurdos que solo hacían que incrementar el nivel de agotamiento de los escuálidos prisioneros. Llegaba la noche, la corriente ya no mantenía las luces encendidas, las del techo y las del alma, pero sí la de las alambradas electrificadas. Les enviaban a la cama, a dormir, como cuando eres niño, pero sin beso en la frente y un tierno hasta mañana. Acurrucados en un rincón de las literas de madera compartidas y sobre un lecho de paja ajada, rezaban al Jesús de la agonía pidiéndole una sola cosa, no despertarse al alba. Estaban solos, no tenían a nadie, no tenían nada. Como escribió el cantautor y poeta argentino José Larralde, «lo único que les quedaba es el silencio, y porque no daba leche se lo dejaban».


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Interior de un barracón. Fotografía: J.L. Meneses


Pero Jesús no podía atender tanta plegaria y los prisioneros que no morían por la noche lo hacían subiendo piedras por los 186 escalones, por el durísimo trabajo en las canteras, por todo tipo de enfermedades, por hambre, por electrocución al intentar escaparse, por experimentos médicos, por extracción de sangre para los adoctrinados combatientes alemanes, por ahorcamientos, por duchas de agua helada, por latigazos, por caprichosas, injustas y aleatorias agresiones, por fusilamientos masivos, por tiros en la nuca o en las cámaras de gas. Muchos eran sepultados en fosas comunes excavadas con sus manos, otros, incinerados en los hornos crematorios o en hogueras cuando estos no daban abasto, se alejaban de este mundo y de sus pérfidos habitantes transformados en humo que ascendía hasta los cielos en un sin parar las 24 horas del día los 365 días del año. Un superviviente contó en el juicio de Núremberg lo que oyó decir a los niños: «¿Veis esas cenizas que caen?, son vuestras madres, vuestros hermanos, vuestras familias; y eso es en lo que os volveréis vosotros, ¡cenizas!»


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Hornos crematorios. Fotografía: J.L. Meneses


Entre las nacionalidades de los prisioneros, está la de los españoles. Más de siete mil acabaron en Mauthausen tras la fratricida guerra civil en la que murieron más de un millón de compatriotas. La ambición de poder ciega el alma y enciende los instintos más perversos transformando a la persona, con más frecuencia de lo que recordamos, en el animal más depredador de este sombrío mundo en el que vivimos. Muchos de los que no murieron a manos del ejército vencedor y tomaron el camino del exilio, fueron detenidos y entregados a las SS y acabaron en los campos de concentración y exterminio de Mauthausen, Gusen, Auschwitz, Dachau, Treblinka... La mayoría de ellos habían combatido con las tropas del gobierno republicano y no porque comulgan con las ideas de los “iluminados” de uno u otro signo político, sino porque al iniciarse la fratricida y larga guerra civil se encontraban en una u otra de las zonas ocupadas por uno u otro contendiente. 


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Barracones (estado actual) Fotografía: J.L. Meneses


Recientes estudios aseguran que, durante la segunda guerra mundial murieron entre 10 y 15 millones de personas en los más de 10.000 campos de concentración y exterminio construidos en varios países de Europa. En Mauthausen, más de 120.000 seres humanos fueron asesinados por obra y gracia del espíritu nazi, mientras otros se hacían de oro con esa movida: como el propietario de la cantera Wienergraben, la constructora de los hornos crematorios Topf&Söhne, los oficiales de rango de las SS, y todos aquellos que arrebataban las pertenencias de los prisioneros, desde los dientes de oro hasta los zapatos, para enriquecerse o para elaborar y vender todo tipo de productos.


Como otros muchos campos de concentración, el de Mauthausen fue liberado por las tropas aliadas el 5 de mayo de 1945. Los supervivientes a las últimas matanzas, deambulaban por el campo sin ni siquiera fuerzas para abandonarlo. Tras vaciarse de prisioneros, los barracones fueron utilizados por el ejército soviético para alojar a sus soldados. Dos años después, entregaron el campo al gobierno austriaco con la condición de que lo utilizase para recordar a las víctimas y los hechos que allí acontecieron. Hoy, el Memorial de Mauthausen, es un conjunto de monumentos y espacios de memoria, algunos de ellos en los mismos barracones, en los que se exponen fotografías y documentos de ese vergonzoso episodio de la historia de la humanidad.   


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Exposición en el Memorial de Mauthausen- Fotografía: J.L. Meneses


No es posible acabar con tanta maldad sin aceptar que en nuestro desarrollado cerebro conviven el bien y el mal como ejes vertebradores de nuestra conducta. Estas dos entidades antagónicas anidan en el mismo cuerpo, una, la del mal, para dar impulso a nuestros instintos más perversos y la otra, para transformar nuestros primitivos instintos aniquiladores en comportamientos con mayor valor adaptativo. Desde los orígenes de la humanidad, esa contienda permanente se mantiene y se muestra incapaz de poner un punto final. El desarrollo de la inteligencia y las capacidades ha servido para desarrollar mecanismos que nos permiten avanzar en una mejor adaptación al medio y a los demás, pero también ha servido para todo lo contrario, para multiplicar y perfeccionar nuestras formas de agresividad, y para crear instrumentos de alta capacidad destructiva. Para hacer el mal, los nazis se estrujaron los sesos. No fueron los únicos, otros también lo hicieron, lo siguen haciendo y no se les caerán los anillos cuando se presente la ocasión de repetirlo.


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Lugar de ejecución. Fotografía: J.L. Meneses


 Mauthausen es un ejemplo, y por desgracia no es el último, de hasta dónde somos capaces de llegar los seres humanos. Deberíamos ser conscientes de ello y posicionarnos abiertamente en contra de cualquier muestra o indicio de comportamiento violento, aunque se envuelva y se adorne con lazos y banderas o se disfrace con atractivos atuendos. No hace falta que nos aleccionen sobre lo que está bien y lo que no lo está porque todos lo sabemos, o, hay alguien que tenga dudas ante tanta muerte y tantos hechos violentos. Solo leer la cifra de 400.000 millones de muertos en las guerras más sangrientas de la humanidad, se le pone a uno la piel de gallina y sin embargo se sigue alimentando la envidia, el odio, el enfrentamiento desde los púlpitos de los caciques de los pueblos más pequeños, hasta las tribunas de las más altas esferas de poder social y político. Además de reflexionar sobre lo que hicimos, deberíamos reflexionar más sobre lo que hacemos y hacia donde queremos que camine la humanidad en el futuro. Que nadie se excluya, porque como escribió San Juan en el versículo 8,1-11 de su evangelio, «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra».


En la mayoría de los artículos suelo comentar el motivo que me lleva a escoger el tema. En este caso, se debe a las más de las 20.000 visualizaciones que tiene el video de Mauthausen que colgué en YouTube en enero de 2015 y a los comentarios que sobre el tema sigo recibiendo. Para acompañar este artículo he editado un nuevo vídeo que espero complemente lo escrito y que, como el anterior, sirva de oración en recuerdo de todos aquellos a los que les arrancaron la vida de cuajo en las más de 10.000 “fábricas de la muerte” durante la segunda guerra mundial. Mañana, lo haré por los represaliados en Afganistán, por los que murieron al no llegar sus pateras a las costas Canarias o por el niño de tres meses que lanzaron ayer al vacío desde el balcón de su casa. A pesar de todo, no pierdo la esperanza.





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