El dulce y prolongado abrazo entre dos océanos

José Luis Meneses

Mi intención al salir de Sídney, Australia, era viajar a los Ángeles, en los Estados Unidos, para desde allí recorrer la famosa ruta 66, la que atraviesa el país desde la ciudad de los Ángeles a Chicago y viceversa. Pero se frustró el proyecto, porque al haber viajado a Irán me dijeron, fría pero amablemente, que ni la larga 66, ni la corta 69. Eran tiempos en los que reinaba “Pato Donald”, el del tupé inmenso, y es lógico que, aunque no le guardo rencor, me dirija a él en estos términos. Me sorprendió esa actitud hostil, prepotente y beligerante, porque yo no soy peligroso y solo quería transitar por esa ruta y no trasquilar indios, negros, vietnamitas, iraquíes, sirios, afganos… como hicieron y siguen haciendo ellos cuando la producción armamentística supera la demanda domiciliaria.


Lo mejor en estos casos y antes de que envíen la VIª Flota a imponer sus razones, es poner pies en polvorosa y no estarse con medias tintas ni chapuzas viajeras. Teniendo en cuenta estos principios filosóficos tan básicos como populares y estando ya en las américas, me dije que Chile era una excelente opción, porque la ruta de norte a sur del país más largo del mundo supera con creces, la 66 y la 69 juntas. Por otro lado, me autoconvencí de que era más interesante la chilena capital de Santiago al norte y Punta Arenas al sur de Chile, que los Ángeles al oeste y Chicago al este de los EEUU. No obstante, espero visitarlas algún día si Biden es más permisivo con este modesto correcaminos que no pedirá perdón ni dará muestras de arrepentimiento, siempre que no me encierren en Guantánamo, donde la acomodación y el trato no llega ni siquiera a los estándares mínimos de un albergue subsahariano.


Confiado en que los puntos cardenalicios y eminentísimos me llevarían a buen puerto, opté por la ruta que me sugerían la Cordillera de los Andes y las voces interiores in memoriam de Marco y de su mono Amedio. Dado que el tema de este artículo (cuando baje de las ramas), es sobre un lugar situado en la zona austral de la Patagonia Chilena, Punta Arenas, dejaré para posteriores artículos otros polvos que dejé en el camino. 


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Estrecho de Magallanes. Patagonia Chilena. Figura: J. L. Meneses


En 1492, Cristóbal Colón puso pie en las Américas creyendo que eran las Indias Orientales, es decir, Asia, porque estaba convencido de que la tierra era redonda y, por lo tanto, se podía llegar a oriente además de por la ruta del este, navegando hacia oeste. Lo que no había previsto es que, a medio camino, iba a toparse con un “nuevo mundo”, para ellos, porque los nativos hacía siglos que campaban por allí. Cristóbal, ya no estaba para más trotes y regresa a España con el éxito de la expedición y con unos cuantos indígenas para uso y disfrute de sus Majestades y de cortesanos privilegiados.


Veinticinco años después, en 1520, Fernando de Magallanes, a bordo de la Trinidad, dobló el Cabo de Las Once Mil Vírgenes y según mi modesta opinión, desembarcaron, dieron un vistazo y después de reducir el número de vírgenes y de abastecerse de otras frutas, volvieron a embarcar y entonces sí, entraron en el estrecho que llamaron “de Todos los Santos”. Tras varios intentos navegando por diferentes bifurcaciones de amplio y extenso brazo de mar, a finales de noviembre Magallanes entra en el Océano Pacífico y confirma su teoría de que dos mares se dan un dulce y prolongado abrazo en las inhóspitas tierras del sur. Pocos meses después de tan loable descubrimiento, atraviesa el Pacífico hacia las Molucas, las islas de las Especies, con la nave Victoria, capitaneada por Juan Sebastián el Cano. Magallanes es asesinado en las islas Filipinas y El Cano consigue regresar a Cádiz en 1922, convirtiéndose en el primer navegante en dar la vuelta al mundo.


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Estrecho de Magallanes. Punta Arenas, Chile. Fotografía: J.L. Meneses


Uno de esos lugares que la juguetona historia pone sobre el tapete de este mundo es la localidad de Punta Arenas, en la Antártida Chilena, y no solo porque se encuentra en el estrecho que Fernando de Magallanes descubrió y demostró que la tierra era redonda, sino también porque se iba a convertir con el paso de los años en un enclave de gran importancia geopolítica, económica y turística. La belleza del lugar, la paz y el sosiego es tal, que uno yacería en esa tierra una larga temporada. Vaya por delante que me refiero a la actual Punta Arenas y no a la que anidó en otros tiempos en los que las condiciones climáticas ponían fecha de caducidad a la vida.


La ciudad de Punta Arenas se encuentra al sureste de la rabadilla de la Cordillera de los Andes, una cadena montañosa con cimas que llegan casi a los siete mil metros de altura y que recorre de norte a sur el continente sudamericano. Frente a la ciudad, al otro lado del estrecho, se encuentra Isla Grande formando parte del archipiélago antártico de Tierra del Fuego. Así la llamaron Magallanes, El Cano y otros insignes navegantes cuando surcaban las aguas del estrecho en busca de una ruta marítima que los llevase hacia oriente. Fue el fuego de los indígenas, a los que llamaron fueguinos, lo que puso de manifiesto que esas tierras estaban habitadas. No es de extrañar que viesen fogatas porque la temperatura era baja en el mes de noviembre, que es cuando Magallanes rondaba por esos mares, pero no excesivamente baja ya que en diciembre comenzaba su verano austral.


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Plaza de Armas, Punta Arenas. F. de Magallanes. Fotografía: J.L. Meneses


Punta Arenas, fundada en 1848, es la ciudad más grande de la región de Magallanes en la Antártida Chilena. Está situada en una planicie que ha favorecido el asentamiento humano y su expansión de la ciudad. Siempre ha sido una metrópoli con mucha actividad. Por allí pasaban todos los barcos que navegaban del Atlántico al Pacifico antes de que construyesen el Canal de Panamá. En la actualidad, si bien el tráfico por el estrecho ha disminuido, se ha incrementado la actividad turística ya que se ha convertido, dada la oferta de servicios de calidad en alojamiento y restauración, y al encantador y hospitalario carácter de los chilenos, en uno de los puntos de partida de excursiones por toda la Patagonia y la Antártida. Si estas tierras despiertan tu interés por visitarlas, más vale que te lo montes por tu cuenta, porque los precios por agencia pueden ser desorbitados, sobre todo los de los viajes a la Antártida.


Punta Arenas es una ciudad tranquila y segura, con gente agradable con la que es fácil tertuliar

mientras recorres sus cuidadas y ordenadas calles que facilitan la orientación. De manera natural te encuentras con los lugares más atractivos de la ciudad: La Plaza de Muñoz Gamero con la estatua de Magallanes; el restaurado palacete de la acaudalada Sara Braun; la Parroquia del Sagrado Corazón, catedral de la ciudad; o la Goleta Ancud, un monumento en memoria de la tripulación que tomó posesión del Estrecho de Magallanes y del Fuerte Bulnes.


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Grafiti. Litoral de Punta Arenas. Fotografía: J.L. Meneses


Desde el monumento de la goleta Ancud y pasando por la ribera, encuentras una muestra de la actividad pictórica de artistas locales en varias fachadas con motivos marineros, entre otros temas. Pero el arte y el conocimiento también lo encuentras en media docena de museos, como el la Nao Victoria, donde puede verse una réplica a escala real del primer buque que dio la vuelta al mundo, o el Museo del Recuerdo, al aire libre, donde se expone maquinaria, utensilios y una muestra de edificaciones de otros tiempos.


Por la carretera litoral hacia el sur de Punta Arenas y a unos cincuenta kilómetros, hay un monolito que indica que estamos en mitad de Chile, entre la frontera con Perú y el Polo Sur. Cuando hablas de Punta Arenas te refieres a ella como la ciudad de Sur, la última ciudad de Chile, pero la realidad y así aparece escrito en el monolito, es que solo te encuentras en el punto medio de un país estrecho, pero inmensamente largo, con unas características de población y clima muy contrastadas entre el cálido norte y el frio sur.

 

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Fuerte Bulnes, Parque del Estrecho. Punta Arenas. Fotografía J. L. Meneses.


En la misma carretera, hacia el sur del sur, se encuentra el Fuerte Bulnes, sobre el montículo de Santa Ana y con una vista impresionante del Estrecho de Magallanes. Allí fondeó la goleta chilena Ancud y fue su capitán, John Williams nacionalizado chileno, quien en nombre de Chile tomo posesión del estrecho y de los territorios contiguos en septiembre de 1843. No obstante, por esas latitudes ya vivían diferentes tribus como los onas o los yaganes, lo que nos indica que se establecieron sobre unas tierras que no eran vírgenes, como han hecho muchos países a lo largo de la historia. Como canta Julio Iglesias en la vida sigue igual, «hay unos que se quedan y otros que se van»


El fuerte, hoy reconstruido, se edificó a finales del mismo año. Está cercado por una empalizada de troncos de madera y todos los edificios del interior están hechos con el mismo material, incluso la pequeña y acogedora iglesia. Además de la capilla, las instalaciones incluían las casas de los oficiales y soldados, un almacén, una cárcel, así como torres de guardia. El fuerte, fue abandonado por las malas condiciones climatológicas y la población se trasladó más al norte, donde hoy se encuentra la actual Punta Arenas. Desde el fuerte hay una serie de caminos y pasarelas que conducen a diferentes puntos del litoral en los que uno puede relajarse, reflexionar y contemplar como la historia de este lugar, con sus grandezas y miserias, pasa una y otra vez sobre a las aguas del Estrecho de Magallanes.


Dentro de lo que se conoce como el Parque del Estrecho de Magallanes, además del Fuerte Bulnes, se puede visitar el Museo del Estrecho, un moderno edificio bien museificado. En él se da a conocer al visitante todo lo relacionado con el estrecho, las características del inhóspito territorio, las expediciones y las naves utilizadas, las costumbres de los pueblos indígenas y sus relaciones con los colonos entre otros temas. Por otro lado, desde el moderno museo de aproximadamente mil quinientos metros cuadrados, puedes disfrutar de una vista panorámica del estrecho y de todo el entorno.


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Puerto del Hambre, Parque del Estrecho. Fotografía: J.L. Meneses


No puedes partir de Punta Arenas sin haberte acercado a Puerto del Hambre o Ciudad del Rey Felipe II. Se encuentra a tan solo cincuenta kilómetros, en Bahía Buena, el lugar dónde se asentaron los primeros colonos españoles en 1584. Ni la cruz que plantó Sarmiento de Gamboa ni el poderoso monarca evitaron la muerte de más de trescientos colonos por inanición y frio después de dejarlos engañados y tirados en tan inhóspitas tierras.


A veces, reflexionando sobre las gestas de los conquistadores, mal que me acomete con cierta frecuencia, me digo que quizás seamos buenos descubridores, pero malos colonizadores. Posiblemente sea porque para paraísos ya tenemos el nuestro. También, puede que se deba a que cuando las cosas se ponen magras salimos pitando antes de que nos echen a mamporrazos; o puede ser que no se haya explicado bien que “colonizar” no tiene nada que ver con el “colon”. Desde luego no somos como los ingleses que, por no abandonar, no abandonan ni el Peñón de Gibraltar ni su británica cabina telefónica de color rojo ingles edulcorado. La región de Magallanes es un ejemplo de ello, pero los hay a montones por todo el planeta. Prueba de lo comentado sobre nuestras maneras colonialistas para que sirva de ejemplo y si no sirve se desecha, es como dejamos hace relativamente pocos años nuestras posesiones en el Sahara occidental y a nuestros amigos saharauis. Está claro que lo nuestro es tomar el portante, excepto en el caso de isla Perejil que, probablemente porque también se la conoce como “isla cabezona”, de allí no nos saca ni el cuerpo de élite de marines de los EEUU.




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