Viaje a Jericó, Cisjordania, Palestina

José Luis Meneses

Son tantas las veces que Palestina llega a mis oídos desde los cuatro puntos cardinales y ordinales que en mi cerebro bullen recuerdos que me llevan, una y otra vez, a Tierra Santa. Lo de Tierra Santa es un decir si tenemos en cuenta lo que se ha cocido y se sigue cociendo en esa cazuela. Sumido en esa reflexión, que me tiene al borde de un ataque de nervios, echó anclas en mi prefrontal la imagen del Monte de las Tentaciones. Se encuentra en Jericó, Cisjordania y en Tierra Palestina hasta que Israel, con sus asentamientos e intervenciones militares, acabe desplazando a hombres, mujeres y niños hacia el Mar Muerto. Le va a costar hundirlos porque dada la alta densidad de sal en sus aguas queda garantizada la flotación de cuerpo y alma más allá de los tiempos que corren. Abrigo la esperanza que en un Futuro Próximo los palestinos puedan regresar a su tierra y la totalidad de las Naciones Desunidas se pronuncien a favor del reconocimiento del Estado Palestino.

 

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Mapa de Palestina. Fotografía: J.L. Meneses

 

Salimos hacia Cisjordania, un magnífico destino al que se puede viajar y, si me permitís, recomendaría hacerlo antes de partir o de que te envíen a ese Mundo Lejano que los científicos buscan en el espacio sidéreo. Kavafis escribió que lo importante es el viaje y nos recomienda en su poemario que lo llenemos de experiencias. Desde luego, la experiencia de ver el muro construido por Israel, de unos 800 kilómetros y 10 metros de alto que, literalmente encarcela a los palestinos, te deja, como mínimo, patidifuso, anonadado, helado a pesar de las benignas temperaturas de la zona. Los palestinos lo llaman “muro de la separación” y los israelitas “barrera de seguridad”. La fotografía de una pequeña parte del muro en la ciudad de Belén permite hacerse una idea de cómo se sienten los palestinos en estas fiestas navideñas y durante el resto del año. En el video que acompaña a este artículo pueden verse algunas imágenes más.

 

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Muro de la separación entre israelitas y palestinos. Fotografía: J.L. Meneses

 

Cisjordania y Gaza son los territorios donde viven actualmente los palestinos tras la expansión y asentamiento de los israelitas desde hace 75 años en esta región de Oriente Próximo. A estas alturas todo el mundo está al corriente de la situación que se vive en la región y me voy a permitir la licencia de no escribir sobre la misma en este artículo que verá la luz en estas fiestas navideñas en las que la paz, la compasión y el amor deberían estar presentes en todas las mesas, incluso en las de Abascal, Putin, Netanyahu y algún que otro iluminado más. En mi viaje a Cisjordania me alojé en Jerusalén tras llegar al aeropuerto de Tel Aviv, capital de Israel, y coger un autobús de línea hasta la ciudad santa. Sobre Jerusalén escribí un artículo que se publicó en CatalunyaPress y también otro sobre Belén, por ello, y sin más preámbulos, voy a centrarme en el viaje a la región de Jericó.

 

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Jericó. Cisjordania, Palestina. Fotografía: J.L. Meneses

 

Jericó es una ciudad palestina situada en Cisjordania, a algo menos de 30 kilómetros de Jerusalén.  La ciudad creció en el valle del Jordán, junto al río que lleva el mismo nombre y el desierto de Judea. Dicen, que la ciudad ha estado siempre habitada y que tiene sus orígenes a finales de la Edad de Hielo hace diez mil años. Diferentes grabados en piedras y restos de cerámica nos hablan de su historia primitiva, así como los muros y fortificaciones que se levantaron en los periodos siguientes. Gracias al río Jordán, el desierto de Judea se convirtió en una tierra fértil y desde entonces la agricultura ha sido una actividad constante de los jericoenses. 

 

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Agricultor jericoense. Fotografía: J.L. Meneses

 

Junto a la actual ciudad de Jericó y en un pequeño montículo se encuentran las ruinas de la ciudad antigua, Tell es-Sultán, inscrita por La UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. En ella se establecieron los cananeos diez mil años antes del nacimiento de Cristo y con el paso del tiempo construyeron pequeñas viviendas y muros para protegerse de las inundaciones y disuadir a los atacantes. En el Antiguo Testamento se menciona esta muralla de la primitiva Jericó y el ataque de los israelitas tras atravesar el río Jordán. Sucediese lo que sucediese, hoy en el montículo solo quedan algunos restos de la ciudad que certifican que Jericó, Junto con Damasco en Siria y Biblos en el Líbano, fue una de las más antiguas del mundo. Poner los pies sobre sus milenarias piedras le llena a uno de emoción y con ella, bajas de la pequeña colina hacia la ciudad moderna.

 

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Ruinas de Tell es-Sultán, la antigua Jericó. Fotografía: J.L. Meneses

 

Jericó es uno de los lugares históricos y religiosos más visitados después de Jerusalén y Belén. Ese es su valor, porque la ciudad de hoy en día es el resultado de una falta de planificación urbanística que la hacen poco atractiva. Pero si tenemos en cuenta que Jesús anduvo por estos andurriales y que paseó por sus calles promoviendo el cristianismo y haciendo algún que otro milagro, la cosa cambia y te hace recordar aquellos tiempos en los que sentado en el pupitre del colegio escuchabas con atención los relatos bíblicos. Uno de ellos tiene que ver con el árbol sicomoro que aparece en la fotografía. Le llaman el árbol de Zaqueo y el apóstol Lucas escribió: «Jesús entró en Jericó acompañado de multitudes y el recaudador de impuestos Zaqueo, demasiado bajo, trepó al árbol sicómoro para ver a Jesús. Éste, le dijo que bajara y se acercara, y a pesar de que los vecinos le odiaban, Jesús les dijo: este hombre también es hijo de Abraham». Lo bueno de Jesús es que cuando decía una cosa, no cambiaba al día siguiente.

 

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Jericó y árbol sicomoro de Zaqueo. Fotografía: J.L. Meneses

 

 Estando en Jericó y después de ser bautizado por Juan el Bautista en el Jordán, Jesús se echó al monte para orar y darle vueltas al asunto que tenía entre ceja y ceja: darse a conocer y predicar la palabra de Dios. Allí me fui, tras Él, dos mil años después, en un teleférico que estoy convencido de que le hubiera encantado y que me dejó a las puertas del monasterio ortodoxo griego. Tan emocionado estaba que nada más llegar al monte caí y me rompí el cuarto metatarsiano del pie izquierdo, el que siempre pongo por delante por tener la lateralidad cruzada, no por otra cosa. Apoyado en un bastón, me di un atracón de monasterio, de vistas de Jericó, del valle del Jordán y de reflexión, sentado en la cueva en la que se acomodó Jesús y en la que fue tentado tres veces. No estuve cuarenta días y cuarenta noches, como Él, pero bajé del monte en mejores condiciones de las que había subido, pese a la zancadilla y tentaciones del diablo.

 

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Monte de la Tentación. Fotografía: J.L. Meneses

 

El bastón me acompañó durante todo el viaje y al pie, no le quedó más remedio que esperar que regresase a los Pirineos. Tirando más de derecho, porque el izquierdo tuvo que esperar hasta nuevas elecciones,  fui a visitar el Palacio de Hisham, a tan solo cinco kilómetros de Jericó. Se construyó durante el periodo omeya y el califa Hisham bin Abd el-Malik lo utilizaba como residencia de invierno. En aquellos tiempos, algo más de 700 años después del nacimiento de Cristo, el palacio estaba protegido por una muralla, había amplios jardines, fuentes, un baño termal, una mezquita... Al edificio principal, de dos plantas, se accedía por una puerta sobre la que había el rosetón que aparece en la fotografía y que se ha convertido en uno de los símbolos de Jericó. Las recientes excavaciones ponen de manifiesto el alto nivel cultural del islam en esa época. La Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada son una muestra de ello en nuestro país y hemos de sentirnos orgullosos de haber conservado este importantísimo legado de nuestros ancestros durante tantos años.


 

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Qasr Hisham’s Palace. Fotografía: J.L. Meneses

 

A estas alturas del relato me atrevería asegurar que aquel que por sus venas corre sangre viajera está preparando ya el macuto para salir de viaje. Por si le entran dudas a última hora, le diré que sobre Jericó hay muchas más cosas que ver y explicar. Revisando las fotografías que tomé y los recuerdos que anidan en mi memoria, me veo obligado a incorporar al artículo algunas evidencias más de la grandeza de este destino. Una de ellas es el Herodión, palacio y tumba de Herodes el Grande, Rey de Judea, Galilea, Samaria, Idumea y de su casa, pocos años antes del nacimiento de Cristo y que entre otras cosas se le conoce por la “Matanza de los Inocentes”. El palacio se encuentra sobre una colina, al borde del desierto de Judea, a unos cincuenta kilómetros de Jericó y a tan solo cinco de la ciudad de Belén. Las excavaciones que iniciaron los monjes franciscanos a finales de los años 50 continúan y es bastante probable que en mi próxima vida Herodión esté como aparece en la maqueta.

 

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Herodión. Fotografía: J.L. Meneses

 

Al viajero exigente no le voy a dejar sin postres y para que vuelva satisfecho del viaje, voy a acabar con algún apunte sobre la tumba de Moisés, las ruinas de Qumrán y el Mar Muerto, por añadir algo y no quedarme con las ganas de hacerlo. Un dromedario, a las puertas del santuario Nabi Musa, me dio la bienvenida y la dosis necesaria de Adaptil, aunque sea para perros, para controlar las emociones. El término “nabi” hace referencia a la persona escogida por Dios para transmitir su mensaje. Fue Moisés, que tras conducir a los judíos desde Egipto hacia Palestina, murió en el monte Nebo, cerca de Nabi Musa, sin entrar en la Tierra Prometida, tal como se explica en las Sagradas Escrituras.  Se encuentra a algo menos de diez quilómetros de Jericó y según los palestinos es el lugar donde se enterró al profeta Moisés, una de las figuras más importantes del islam, del cristianismo y del judaismo. Fue un lugar de culto, de acogida de los peregrinos que se dirigían a la Meca y también de descanso eterno, en un cementerio anexo, para aquellos que fallecían durante el viaje. 

 

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Nabi Musa, tumba de Moises. Fotografía: J.L. Meneses

 

Sobre las ruinas y cuevas de Qumran, a unos 13 km de Jericó y junto al Mar Muerto, deciros que fueron habitadas por los esenios, una secta judía que dejó ocultas en sus cuevas los Manuscritos del Mar Negro, relatos escritos por ellos y en los que se explica la vida de los judíos en aquellos tiempos. En el Museo de Jerusalén pueden verse algunos de estos documentos. Y para finalizar, ahora sí, uno no puede abandonar esta región sin darse un baño en el Mar Muerto, un extenso lago de unos 1.000 km² y a más de 400 m por debajo del nivel del mar, el lugar más bajo de la Tierra. Se trata del mar más salado del mundo y la alta concentración de sal impiden el hundimiento y la vida, de ahí su nombre. Sus aguas provienen del río Jordán y acaban evaporándose al quedar estancadas por no haber desagüe. Minerales y sales favorecen el tratamiento de algunas enfermedades, por ese motivo se han establecido en la zona algunos balnearios de lujo, todos al este, en Jordania.

 

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Mar Muerto. Fotografía: J.L. Meneses

 

Tras esta borrachera de recuerdos y emociones, sin resaca perniciosa ni perdido el oremus, me siento totalmente en forma para abordar, como debo, las fiestas navideñas con mi mejor disposición si es que en algún momento la tengo. A los lectores que llegan al final de mis artículos les deseo pronta recuperación con Pan de Cádiz y moscatel del bueno. En fin, a todos les deseo Felices Fiestas y un Próspero Año Nuevo, incluso a aquellos que no pueden ver como el ciego de Jericó al que Jesús sanó lavándole los ojos.

 

 

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