Isla de Bongoyo, Tanzania

José Luis Meneses

No sé si quedarme parapetado en este mundo o poner los pies en polvorosa. Estas fueron las últimas palabras del artículo anterior en el que merodeaba entre las cicatrices que dejan las guerras en la tierra donde fluye leche y miel. Como no es propio de mi tirar la toalla, pensé que lo mejor era irme a la playa. Allí quiero llevarte con este nuevo artículo con el propósito de que sirva para recobrar el sosiego, abandonar tanta crispación, recuperar el optimismo y renovar la esperanza en un mundo mejor en el que las amnistías no sean necesarias. ¡Es posible!, me digo. Y tanto que lo es. Basta con que los políticos se sienten a la mesa, aunque solo sea para comer, y después, “cada loco con su tema”, como canta Serrat. Recuerdo a un hombre arrodillado al anochecer en la playa de Stone Town, en Zanzíbar, extendió los brazos en cruz y arqueó su cuerpo como cuando el toreo posturea ante la fiera engañada. No sé qué debería pedir ese hombre en mitad de la nada, pero me lo imagino.

 

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Playa de Stone Town. Zanzíbar, Tanzania. Fotografía: J.L. Meneses

 

¡Qué te voy a contar de la playa que no sepas! A miles las hay en este país que progresa a salto de mata entre las tradiciones populares y el folclore político. Ante estas evidencias, no me extraña que las necesitemos tanto y estén siempre llenas, o abarrotadas cuando los extranjeros, de aquí y de allá, vienen de vacaciones. Algunas están entre las 50 mejores del mundo: Cala del Moro, Cala Saona, Valdevaqueros, San Antonio, el Alguer de Llançà…, el problema es que para estar solo y relajarse hay que ir en Nochebuena. En otros lugares del mundo, sobre todo en aquellos que se “curra” de lo lindo y no tienen tiempo para otras lindeces, podemos encontrar islas con playas estupendas y desiertas en las que pasar cualquier estación del año. Una de esas islas es Bongoyo, en el Océano Índico, frente a la costa de Tanzania. 

 

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Dar es-Salaam, Tanzania. Fotografía: J.L. Meneses

 

Si ya tienes el bañador y la toalla, súbete al avión que nos vamos a la playa. Por unos 300€, si salimos en lunes y en pleno mes de noviembre, nos podemos plantar en Dar es-Salaam, la capital tanzana, en unas 15 horas con parada a tomar un café en EL Cairo y la leche en Emiratos Árabes (no hay vuelos directos a estos precios). En ella podremos disfrutar de la cordialidad de su gente, del colorido de sus mercados, atiborrarnos con los sabrosos y condimentados platos: nidizi na nyama, ugali, chapati…, y beber malamba y dormir la mona alojados en un albergue por el módico precio de 9€. Los hay mejores y más caros, pero recuerda que solo llevas el bañador y la toalla, y que en Dar es-Salaam, por más animada que sea, solo estamos de paso.

 

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Embarcadero de Slipway. Península de Msasani. Fotografía: J.L. Meneses

 

Dormidos y aseados nos dirigimos al muelle de Slipway en la península de Msasani, al norte de Dar es-Salaam. Desde este modesto embarcadero salen las chalanas hacia la Isla de Bongoyo.  Si embarcan cuatro, la chalana se echa a la mar tras abonar algo menos de 20€ (ida y vuelta); si vas solo a Bongoyo y de buen rollo, negocias la cantidad y si son los meses de escasa movida seguro que llegas a un acuerdo. Si sentados en una mesa han llegado a un acuerdo con el de Waterloo, cómo no vas a conseguirlo tú con bañador, toalla y un par de horas de prácticas de regateo en los numerosos mercadillos de Dar es-Salaam.


 

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Rumbo a Bongoyo. Fotografía: J.L. Meneses

Afianzado en cubierta, la chalana se echó a la mar. Al patrón, le pedí que no corra, que voy a descansar y a disfrutar, y él, ni corto ni perezoso, me entrega la rueda de cabillas y me dice, «¡Anda, to pa ti, “mzungu”!» No me insulta, me está llamando blanco, con afecto. Me sentí tan pequeño ante tanta grandeza que por poco le estampo un “pico” en sus gruesos labios acastañados. Navegamos por las cristalinas aguas turquesas del Índico con las prisas que duran años, con las luces encendidas y los problemas olvidados. Nos cruzamos con las tradicionales embarcaciones de origen árabe, dhow, con vela triangular, preñadas sople de donde sople el viento. Las utilizan desde hace siglos para salir a pescar, transportar alguna mercancía, para desplazarse por las numerosas islas del archipiélago, o para disfrutar de una vista privilegiada de las multicolores puestas de sol.

 

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Embarcación tradicional dhow. Isla de Mnemba, Zanzíbar. Oleo: José Luis Meneses

 

Bongoyo es una isla deshabitada situada a unas cuatro millas de la costa tanzana. Por su cercanía a la capital, a tan solo 15km y a menos de una hora de navegación, suele ser muy visitada por los turistas en los periodos vacacionales y por los tanzanos en sus momentos de asueto que, aunque no tan largos y frecuentes como los nuestros, por haber haylos. La isla se encuentra en un área protegida por el gobierno tanzano, en realidad, todo el territorio está nacionalizado, así como suena, por decreto ley. La costa de Bongoyo es rocosa pero el par de playas, de arena blanca y aguas cristalinas, son para quitarte el hipo. Un frondoso bosque que ocupa la mayor parte de la isla puede recorrerse por pequeños senderos que acercan a los arrecifes.

 

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Isla de Bongoyo. Fotografía: J.L Meneses

 

Llegar y besar el santo está garantizado. La chalana se acerca a la playa y como no tiene quilla poco te vas a mojar después de que el barquero, éste, no el que te llevará al más allá si encuentra dos monedas sobre tus ojos, asegure la posición echando el ancla. Ya están los pies sobre la orilla, los veo caminar, el agua es transparente, cristalina y el olor a mar penetra en tu cerebro en andas de un ejército de millones de neuronas. La emoción está garantizada, cierras los ojos y vuelves a respirar profundamente. El agua está tibia, suele bailar entre los 25 y los 29º durante todo el año, lo que permite tenerla hasta el cuello lo que el cuerpo te pida para reducir el estrés y deshacerte del moco que colapsa todos los sentidos. Los dedos de las manos se arrugan por la emoción o quizás para agarrarse a un medio en el que todo fluye de manera imparable.

 

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Isla de Bongoyo. Fotografía: J.L Meneses

 

Durante horas, la vista se pierde en el horizonte y en el ir y venir de las pequeñas olas que acuden una y otra vez a lamerte los pies. Las manos acarician la cálida arena, fina como la piel de un bebé. En ese instante te dices, ¡qué coño hacía yo en el Líbano, o en Lavapiés! Te adormilas, el sueño es ligero, placentero y ya no necesitas viajar al paraíso porque estás en él. Y te dices, ojalá hubiese más playas desiertas para encontrarte y ser tú una y otra vez. Ojalá en ese reencuentro necesario la humanidad volviese a nacer, volviese a pensar antes de hacer, volviese a valorar el “ser” que hace crecer valores humanos y nos arranque del “no ser” que nos arrastra inexorablemente a las llamas del infierno. Si alguien piensa que el infierno no existe, se equivoca, está bien cerca y si no que le pregunte a los gazatís.

 

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Isla de Bongoyo. Fotografía: J.L Meneses

Se equivocan también los que piensan que en la playa no hay nada que hacer, que es perder el tiempo o que su función principal es la de gratinar el cuerpo dejando que la gaviota y el nido permanezcan a la sombra. La playa, además de los beneficios que aporta el sol y el agua, ayuda a viajar más allá del horizonte trazado, a reducir la tensión, el estrés al que estamos sometidos en este mundo ajetreado en el que vivimos. En muchas de ellas, como la de Bongoyo, no se necesita bañador, ni toalla y en todas, los niños juegan con la arena, con las manos levantan castillos y los hacen añicos con los pies. ¿Dejaremos alguna vez los castillos levantados o estamos condenados a seguir jugando a ello más allá de la niñez? «Ay, quién maneja la barca que a la deriva nos lleva…», entona nuestra cantaora gitana Remedios Amaya.
 

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“Tente en pie”. Fotografía: J.L. Meneses 

 

No puedes despedirte de este paraíso sin darte un baño en sus apacibles aguas, observar el fondo marino echado en posición supina sobre la superficie del agua o acomodar entre pecho y espalda un apetitoso plato de marisco acompañado con una Kilimanjaro (cerveza tanzana). Esta maravilla gastronómica, con perdón de la tortilla de patatas, se hace presente sobre un hule de plástico en un chamizo a pie de playa que gestionan los vigilantes de la isla. Como no cobran por su trabajo agradecen mucho que llenes sus bolsillos con unas cuantas perrillas de esas que a ti te sobran y a ellos les faltan.  

 

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Negombo, Isla de Sri Lanka. Fotografía: J.L Meneses

 

La playa también sirve para despedirse, por ejemplo, del día, como hacen los aldeanos de la localidad de Negombo en la isla de Sri Lanka. En ella podemos despedirnos de lo que queramos, incluso de la realidad que nos oprime y que coarta la libertad de acción o de pensamiento. En ella, podemos despedirnos de nosotros mismos entrando en un estado de relajación profunda. Estás echado o sentado…, cierra los ojos…, inspira lentamente…. Disculpa, antes de que te vayas permíteme que me despida de ti. Nos vemos en el próximo artículo, si Dios quiere y el tiempo lo permite.

 

 

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