John Lennon lo llamó “Turismo oscuro”

José Luis Meneses

Muchos viajeros encuentran más allá del turismo de sol y playa, una oportunidad para aproximarse a otras culturas. El viaje por la vida cada uno lo hace como puede o como le viene en gana y si para desconectar del ajetreo rutinario lo hace descansando y con actividades en zonas de playa, le felicito, porque estará dando, como cantan Los del Río, “alegría a su cuerpo” y recuperándose para los próximos desafíos que acechan en las esquinas. Otros, aprovechan su tiempo libre para conocer otros lugares y formas de vivir y, cuando hablamos de ello nos referimos a otras costumbres, gastronomía, religión, arquitectura, clima, idioma… En mi opinión, no hay un turismo mejor o peor porque lo que importa es cómo regresa uno del viaje. Tal como escribió Cavafis, «lo importante es disfrutar del camino para que, al llegar al final, sintamos que somos merecedores de la vida que nos ha sido regalada».

 

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Playa de Varadero, Cuba. Fotografía: J.L. Meneses

 

Estando de acuerdo de que no hay un turismo mejor o peor, lo razonable sería admitir que una combinación de las diferentes modalidades sería lo idóneo, aunque solo sea para no perderse más de la mitad de la película.  En el artículo actual me centraré en una modalidad turística que John Lennon y Malcolm Foley llamaron “Dark tourism” (turismo oscuro). El tanatoturismo, o turismo de dolor como lo llaman otros, se refiere a aquellas actividades que se llevan a cabo en diferentes países relacionadas con el final de la vida, es decir, el del trayecto en el que cuerpo y alma viajan juntos. Sobre lo que viene después se encargan de explicarlo, entre otros, las religiones que, con su filosofía han ido ganando creyentes al facilitar explicaciones y crear expectativas en relación con el más allá. En primer lugar, se sitúa la de “ir al cielo”. Muchas culturas coinciden en a “dónde” se va, pero no el en “cómo”. Cuando hablo de “cielo” no me refiero a la promesa del viejo catecismo, sino a ese lugar simbólico al que, de una u otra manera, viajamos cuando finaliza la vida.

 

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Mausoleo Shah Cheragh. Shiraz, Irán. Fotografía: J.L. Meneses

 

Uno puede sorprenderse, inicialmente, con este tipo de actividad turística, sin embargo, cuando hablamos de las tumbas de los faraones egipcios, de los mausoleos suntuosos de uno u otro país, del memorial del mismo John Lennon en Central Park, de los funerales en Tana Toraja en Indonesia, del panteón del Valle de los Caídos del que se habla tanto en estos días…, entonces, el término “tanatoturismo” no nos resulta tan extraño.  Sin ir más lejos, en la cosmopolita ciudad de Barcelona se llevan a cabo visitas guiadas al cementerio de Montjuic, tanto de día como de noche, incluso en la entrada hay un código QR que ayuda a seguir el itinerario cultural. A lo largo de todos los tiempos y en todas las culturas, no hay nada que suscite más reflexiones que la muerte, dulce, como el tercer té de los saharauis o amarga, porque tal como dijo Publio Cyro «El temor a la muerte es peor que la muerte misma».

 

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Templo Pashuptinath, Nepal. Fotografía: J. L. Meneses

 

El templo de Pashupatinath, declarado en 1979 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es el templo sagrado más importante para los nepalíes. Se encuentra a una y otra orilla del río Bagmati, a las afueras de la ciudad de Katmandú. Está dedicado al dios Shiva, uno de los dioses más importantes de los hinduistas, siendo su función la de equilibrar el universo. La forma del edificio principal es la de una pagoda nepalí con dos cubiertas revestidas de oro. Junto al edificio principal se encuentran alrededor de 500 pequeños santuarios y varios ghats en los que se llevan a cabo los tradicionales ritos funerarios. Según sus creencias, el ceremonial que se realiza en ellos tiene por objetivo purificar las almas para que entren en el cielo.
 

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Río Bagmati. Fotografía: J.L. Meneses

En Nepal hay dos maneras de llegar al cielo, una, bajando por las tranquilas aguas del río Bagmati y la otra, subiendo al Annapurna, al K2 o a la montaña del Everest. En ambos casos uno no debe olvidar la moneda para pagar a Caronte, “el barquero”. El río Bagmati es un afluente del Ganges, nace en la cordillera del Himalaya y sus aguas, al pasar por el templo de Pashupatinath en el valle de Katmandú, acogen las almas desprendidas de los cuerpos para llevarlas al cielo. Poco antes de iniciar ese viaje, los hindúes, y también en otras culturas, preparan al viajero: le cierran los ojos y la boca, le asean, le visten, y cubren su cuerpo con una sábana de color amarillo anaranjado, el color de la transformación para los hindúes.

 

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Ceremonia funeraria. Fotografía: J.L. Meneses

 

Tras el rito de purificación en las aguas del Bagmati, los familiares llevan el cuerpo en camilla hasta la pira de madera en la que se llevará a cabo el proceso de cremación. Sobre madera de sándalo colocan el cuerpo envuelto en telas, rojas, blancas y lo rodean de flores. A la ceremonia que asistí, los familiares humedecieron sus labios con agua y colocaron un dulce en su boca, y, sobre su pómulo, una moneda para el “barquero”. «El nombre de Dios es verdad» recitan a lo largo de la ceremonia. Todo se realizó con mucho sentimiento y respeto. Si en nuestra cultura las cenizas se depositan y entregan a los familiares en una urna, en la hinduista son lanzadas al rio. Para ellos, el final de la vida, la muerte, no es un tema tabú como suele serlo en occidente. 

 

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Ceremonia funeraria. Fotografía: J.L. Meneses

 

Estando en Nepal uno no puede dejar de visitar lugares como Pashupatinath, la estupa budista de Boudanath, la ciudad de Katmandú y su famoso barrio de Thamel. A unos 200 km se encuentra la localidad de Pokhara, junto al lago Phewda y desde la pagoda de la Paz Mundial situada en una cumbre, se puede disfrutar contemplando como el sol, al amanecer, despierta poco a poco la cordillera del Himalaya. Entre sus altísimas cimas, destaca el Annapurna, la décima montaña más alta de la tierra (8.091 m), la de más difícil acceso y en la que se producen el mayor número de fallecimientos de alpinistas. Dicen que de las 191 personas que han intentado llegar a la cima por la cara sur, fallecieron 61, la mayoría por desprendimientos de nieve y hielo. Todos ellos, sin lugar a duda, están en el cielo.

 

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Annapurna, Pokhara. Fotografía: J.L. Meneses

 

Ya casi estás en el cielo, pero para rozarlo con las yemas de los dedos tienes que ir al Everest, la montaña más alta de nuestro planeta (8.849 m). Subir a su cima no tiene la dificultad del Annapurna y, con el equipo adecuado puede conseguirse. Eso sí, con la ayuda de sherpas y estando en excelente estado físico para afrontar las bajas temperaturas, los fuertes vientos y la falta de oxígeno. Aún así, uno puede morir en el intento. Ah, se me olvidaba, no es gratis, “el barquero” puede cobrarte más de 45.000 €. Si uno no reúne alguno de estos requisitos no debe desanimarse, porque hay un plan “B”. Desde el aeropuerto de Katmandú parten unos vuelos que te acercan incluso superan su altura, vamos, que estás en el cielo. Tampoco es gratis, pero en este caso “el barquero” cobra entre 50 y 150€, te deja merodear por los cielos durante un par de horas y te asegura el regreso. Por si no fuera suficiente, te entregan un diploma que acredita que estuviste en el Everest.

 

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Everest, frontera entre Nepal y Tíbet. Fotografía: J.L. Meneses

 

La vida está llena de contrastes, de experiencias que se suceden en un continuum que, en muchas ocasiones, escapan a nuestro control. En el viaje de esta vida que nos ha sido regalada hay, como en todo viaje, un principio y un final y debemos mostrar nuestra mejor disposición tanto al salir como al llegar. En el preámbulo del libro “El baile de las hojas”, que reúne una veintena de artículos sobre temas turísticos que fueron publicados en Catalunya Press, escribí:

 

«Bajo la parca luz del solsticio de invierno, ya no nos preguntaremos sobre el propósito de nuestra vida y cuando caigan los párpados escondiendo el horizonte, viviremos el desamor entre un alma y un cuerpo que compartieron los colores y rigores de los días ciertos y de los inciertos. Allí, en la atemporalidad que impera en los confines de la existencia, donde las emociones descansan en cajas de pino blanco sobre esteras de terciopelo negro, seguiremos siendo lo que fuimos en vida y lo que seremos muertos, porque el baile de los recuerdos como el de las doradas hojas de otoño perdurarán más allá de nuestro último aliento».


 

 

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